jueves, 24 de noviembre de 2011

Una mirada...

Basta una mirada.
 Un gesto. Un comentario inoportuno. Un descuido, una bajada de guardia, y ya lo sabes. Que no es tan "corriente" como aparenta. Que su personalidad tiene una secreta complejidad, una rareza. Que ya puedes sumar a esa persona a tu lista de gente no-tan-normal -que sigue aumentando-. Mientras lo haces, te dices mentalmente que es sorprendente lo complejas que somos las personas. Nos esforzamos por aparentar que todo fluye ahí dentro con una lógica, que somos coherentes, que tenemos sentido. Pero a ratos se nos cruza el cable y nuestro propio misterio se vuelve contra nosotros. Nos sentimos vulnerables, confusos, "rayados". Y por encima de todo, sentimos que no sabemos quién no sabemos quién somos.




Adoro a la gente con 
incoherencias, debilidades, puntos oscuros. Me parecen reales. Auténticos. Cuando pillo a alguien así, su misterio me engancha. Me digo a mi misma que por fin he cruzado a alguien de verdad: a una persona, con todo lo que implica serlo. Creo que vivimos en un mundo que nos ha educado en la inhibición. No se nos permite expresar las rarezas inherentes a nuestra naturaleza y, en general, no se nos permite expresarnos en absoluto. Hay que ser positivos, levantar la cabeza, sonreír, salir de fiesta. Parece una buena filosofía, pero termina por convertirnos en hipócritas. Todo va bien, todo es perfecto, ¡qué felices somos! Lo proclamamos a los cuatro vientos. Subimos fotos a Facebook. Y sin querer, alimentamos esa espiral: esa que prohíbe a las personas ser tales: complejas, a ratos raritas, dolidas o tristes. Esa que nos prohíbe llorar un poquito un día de esos de bajón inexplicables, soltar cuatro burradas, quedar en casa un sábado por la noche o admitir públicamente que existen ciertos momentos en los que el carpe diem satura.
Así somos las personas: nos  gusta hacer la montaña del grano de arena, exagerar, montar la escenita. Y tenemos derecho a ello. Ya seremos felices otro día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario