
Adoro a la gente con incoherencias, debilidades, puntos oscuros. Me parecen reales. Auténticos. Cuando pillo a alguien así, su misterio me engancha. Me digo a mi misma que por fin he cruzado a alguien de verdad: a una persona, con todo lo que implica serlo. Creo que vivimos en un mundo que nos ha educado en la inhibición. No se nos permite expresar las rarezas inherentes a nuestra naturaleza y, en general, no se nos permite expresarnos en absoluto. Hay que ser positivos, levantar la cabeza, sonreír, salir de fiesta. Parece una buena filosofía, pero termina por convertirnos en hipócritas. Todo va bien, todo es perfecto, ¡qué felices somos! Lo proclamamos a los cuatro vientos. Subimos fotos a Facebook. Y sin querer, alimentamos esa espiral: esa que prohíbe a las personas ser tales: complejas, a ratos raritas, dolidas o tristes. Esa que nos prohíbe llorar un poquito un día de esos de bajón inexplicables, soltar cuatro burradas, quedar en casa un sábado por la noche o admitir públicamente que existen ciertos momentos en los que el carpe diem satura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario